Cuando llegué por primera vez al GAM, después de tres meses de terapia individual tenía mucho miedo. Miedo de escuchar y sobre todo de contar mi experiencia. La acogida que tuve fue tan normal que enseguida sentí como si llevara mucho tiempo conociendo a las personas que formaban el grupo y aunque era la mayor, 52 años, me sentí relajada y lista para soltar todo lo que llevaba dentro. Escuché comportamientos y emociones que yo había sentido y nunca pude encajar en una vida normal, reviví sentimientos y recuerdos que me hacían daño y no sabía por qué, conté actitudes ante el mundo a las que no había podido poner nombre. Sentí que hablábamos el mismo idioma, que a cada uno nos habían pasado cosas diferentes pero que las secuelas eran casi siempre las mismas para todos.
Tenía mucho miedo a escuchar las experiencias contadas con morbo y a sentirme “obligada” a contar las mías de la misma forma. Jamás ocurrió esto.
Allí me di cuenta que yo nunca había verbalizado mi abuso y allí también sentí la libertad de contar lo que yo quería únicamente y el respeto de mis compañeros por el proceso de cada uno.
Enseguida me sentí cómoda y relajada, sentí que formaba parte de un grupo, que no era el bicho raro de siempre que no encaja en ningún sitio. Y me sentí tan bien que pude llorar y reir al escuchar las experiencias ajenas y al contar las propias.
Llevo casi un año asistiendo al grupo de apoyo y me siento muy bien cuando estoy con mis compañeros, las secuelas del abuso siguen estando pero las voy identificando y colocando en mi cerebro y en mi vida.
Todos podemos hacer algo por alguien, mis compañeros del GAM han hecho mucho por mi.
Gracias a todos.